Ninguna tierra conoce, como conoce Castilla, el peso del honor... y de la venganza. Aquí, en nuestra patria, aún los muertos se levantan para vengarse de los agravios que se les hicieron en vida. Y de todos los espectros, ninguno es más temido que el Vagabundo Negro. Voy a narraros su nefanda historia.
Deberemos ir tiempo atrás, a una mañana soleada, en un lugar no muy lejos de aquí. A la sombra de una antigua catedral, dos jóvenes enamorados se toman de las manos y piensan en su futuro. El es Manuel, ella es Lucía. El es valiente como un choto joven, y ella, hermosa como el sol de Mayo. De rodillas, Manuel pone un anillo en el dedo de Lucía y pronuncia unas palabras. Ella contesta sí, y la felicidad invade los rostros y los corazones de ambos.
Pero donde hay amor hay odio, y donde hay felicidad, hay quien la envidie. Sin que los jóvenes se den cuenta de ello, hay otros ojos contemplando la escena. Son los de Pedro, otro gentilhombre que también codicia a Lucía... y no piensa contentarse con el fracaso. Si no puede tener a la bella para si mismo, tampoco permitirá a otro que la tenga. Desde las sombras masculla maldiciones, cavilando como librarse de su rival. No se atreve a actuar abiertamente, pues teme la espada de Manuel; pero su mezquindad no le dejará dormir tranquilo hasta que haya logrado destruir la felicidad de los amantes.
Pasan los días y las noches. Manuel y Lucía anuncian la noticia, que se corre como un reguero de pólvora por la ciudad. Se fija la fecha de la boda para junio, cuando más resplandece el sol. La ciudad se llena de flores por los muchachos, que de todos son conocidos y queridos. Los taberneros guardan para la ocasión sus mejores barriles, las damas se aprestan a arreglar sus mejores vestidos. Todos son felices por la noticia...e incluso Pedro, en su rincón, recupera la sonrisa. Porque ya sabe como destruir a su enemigo.
Una noche visita a Manuel en su casa, para felicitarle por su boda. Se conocen desde hace mucho, y como le sucede a menudo a las personas buenas, Manuel no ve el mal en nadie. Confiado, le deja pasar y toman unos vasos de vino. Y mientras su anfitrión está en el baño, guarda bajo su alacena una máscara parecida a la de los Vagabundos.
Ésta, señores, era la época en que más intensamente actuaron los vagabundos. Hombres con máscaras y espadas que actuaban en la noche, según algunos para sembrar la rebeldía y según otros para proteger al reino; aquí no cabe sino recordar que están y estaban proscritos por su majestad el Rey, y por la Santa Iglesia, y que de caer en manos de la inquisición, a éstos hombres sólo podía esperarles un destino.
Y en la tarea de atraparlos, nunca en la ciudad habían sido tan celosos los inquisidores como en aquellos días. Por orden del Cardenal Verdugo, todos se hallaban entonces acusados no sólo de rebeldes, sino también de herejes, pues no mucho atrás estos vagabundos habían robado el oro de cierta iglesia de Ciudad Vaticana, de cuyo párroco quien dicen las malas lenguas que tenía más del que le convenía. Más como robar en una iglesia de Theus constituye blasfemia, quienes fueran condenados por pertenecer a los audaces enmascarados no tendrían que temer ya la mazmorra, sino la hoguera.
Por esto el infame pedro deja la falsa máscara escondida bajo el mueble del hombre de quien se finge amigo. Luego se excusa y se marcha, Manuel le despide con alegría y no alberga temor alguno. Esa misma noche es denunciado, y los guardias de la iglesia entran en su casa, registran el lugar y descubren la máscara. Entre gritos y forcejeos arrastran a Manuel hasta una carreta cerrada, donde será conducido a una mazmorra húmeda hasta que llegue su juicio.
Tres inquisidores forman el tribunal; prudentemente, la historia ha olvidado sus nombres. Comparece Manuel que grita su inocencia. Todos saben que dice la verdad, pero nadie se atreve a testificar a su favor, pues enfrentarse a los hombres de rojo produce temor a todos. Tampoco aparece, sin embargo, ningún testigo de cargo. La máscara es la única prueba. Los jueces dudan. Pero uno de ellos, alto y iracundo, se impone a los otros dos: No hay inocentes, y quien declare una inocencia, se convierte le mismo en sospechoso. La máscara es, a juicio de este prelado implacable, más que suficiente para enviar al joven a la hoguera. Los otros le conocen. Es discíplulo de un poderoso cardenal. Su criterio se impone.
Manuel arde en la plaza, delante de todos, entre aullidos de dolor. Ni aún así confesará un crimen que no cometió. Protegidos tras sus guardias, los jueces contemplan sin pestañear el horrible espectáculo. La ciudad llora su pena y su cobardía. Esa noche Lucía se arroja de lo alto de las murallas.
Sólo pedro es feliz, borracho de maldad y de vino, recorre las tabernas en una jarana que le dura toda la noche. Al amanecer, sus risas acaban por molestar a otros. Se increpan, salen las espadas. La guardia disuelve la pelea, llevándose a unos y otros al calabozo. Un teniente se extraña de la alegría de Pedro y las sospechas calan en su mente. Ordena que registres su casa, y allí hayan no una, sino una docena de máscaras como la que le costaron la vida a Pedro. El villano ya planeaba hacer quemar a mas gente.
No es preciso siquiera que lleguen los interrogadores de la inquisición, pues en el mismo cuartelillo de la Guardia, el cobarde se derrumba y lo confiesa todo. La historia recorre la ciudad. El juez que tanto insistió para la condena de Manuel, el inocente, se refugia en su iglesia y no da cuentas a nadie. Hace bien; pues el mal atrae el mal, y muy pronto, sólo en suelo sagrado estarán seguros los jueces.
De los tres que juzgaron al inocente joven, uno de ellos muere a las pocas noches, con el rostro contraído por el espanto y una herida de espada en el corazón. Los testigos juran que el agresor es un hombre que oculta su rostro bajo una máscara como la de los vagabundos, pero negra. Sus ropas son harapos medio quemados, y por los rotos se ve su carne abrasada. Es Manuel que regresa de su tumba para vengar su injusta muerte.
Muchos hombres sin piedad han conocido la helada hoja del Vagabundo Negro, muchos jueces severos han muerto contemplando su máscara de horror. Hay quien dice que el hombre que le hizo condenar, el juez vociferante cuyo fanatismo se impuso a las dudas, será su última víctima, y que sólo entonces será libre. ¿ Quien puede saberlo ? ¿ Vive acaso este juez implacable, después de tantos años ?
Tal vez os preguntéis por que, si la historia paso hace tantos años, os la he narrado toda ella en tiempo presente; y habéis de saber, querido público, que si lo he hecho así ha sido como advertencia. La historia es lejana, pero el espectro aún no descansa en paz... y cada año, desde hace algunos, la Masía de Zampa en la que os hayáis ha conocido el horror de sus pasos malditos. Si, cada año, en la Noche de Todos los Difuntos. Creedme cuando os digo que tampoco este año faltará a su cita.
Rezad, y no os apartéis de vuestras cruces, amigos. Y aquellos que hayáis juzgado duraderamente a otros, recordar que todos los jueces serán juzgados también, algún día.
